La biblioteca da tristeza. Quizá es la costumbre de tener los libros a la mano como en la biblioteca de casa, o las bibliotecas de la universidad. En ese pueblo los libros están encarcelados, para buscar un berraco libro hay que ir al viejo sistema de fichas bibliográficas y pedir una cita conyugal. Igual son muy pocos los que van a la biblioteca. Ojalá Colsubsidio se apiadara de ese pueblo y le metiera platica como a las bibliotecas públicas de aquí, la Capital.
Hay un cinema en el pueblo, el Teatro Los Colonizadores, tiene una capacidad de 200 espectadores. El teatro municipal, con unas 300 sillas, un escenario pequeñísimo, cero camerinos, cero tramoyas, cero luces, sin telón.
Alguna vez existió (ya hace mas de treinta años, diez antes que yo naciera) el Teatro Califa. Ese si que era un espacio respetable para las artes escénicas. Era tan grande como el Arlequin acá, con unas 600 sillas, el techo era de más de cuatro pisos, el tablado era de unos siete por quince metros. Eso puedo inferir de cuando entré al actual parqueadero el califa. En su tiempo de esplendor sería quizá comparable con el Colón, rico en adornos de madera cubierta con hojas de oro. Perteneció a un refugiado de la primera guerra del siglo pasado, un comerciante, turco dicen unos, judío dicen los otros. Ese loco vivía en la casa de enfrente, cruzando la carrera segunda. Dicen que había un tunel que conectaba su casa con el teatro, que por allí metía las putas a su casa, que la vida respetable que llevaba de día contrastaba bruscamente con la nochce. Que murieron unas cuantas doncellas en esos vacanales y el teatro tenía fantasmas, ni idea. Ese parqueadero es el recuerdo de una época gloriosa de crecimiento del pueblo, en ese entonces era más que un simple camino en la ruta de la Capital al Rio Magdalena.